¿ENCUENTRO FORTUITO O DIVINO?
Era
alto, desgarbado, amargado y triste. De tez blanca y pelo negro. Los pómulos
los tenía prominentes y la piel seca. Los ojos negros daban cobijo a unas
pronunciadas ojeras.
Era
una persona de rutinas. Salía de casa a la misma hora, cerrada la puerta de
casa guardaba la llave en el bolsillo, en el derecho, era diestro.
Ya
en el ascensor, cada día encontraba a la vecina, corriendo por el pasillo,
sofocada, con la intención de acceder al mismo antes de que se cerrara la
puerta, pero él, con las manos en los bolsillos, no hacía ademán de sujetarlas,
así de grosero era el tipo.
En
la calle seguía ejerciendo de ordinario. No cedía el paso, tampoco daba los
buenos días al entrar en los sitios. Su falta de cortesía era crónica. Si
alguien le formulaba alguna pregunta o le compartiera alguna duda les miraba de
soslayo, perdonándoles la vida y dando la callada por respuesta.
Una
de las cosas que más le molestaba, era pasar cerca de los parques donde hubiese
niños, no soportaba el ruido y el bullicio que generaban. Un día, se les escapó
la pelota a unos críos y fue a caer a sus pies, tuvo la sangre fría de dejar
que saliera a la calzada, siendo esquivada por algunos vehículos mientras otros
frenaban en seco. Así se las gastaba el nota.
Y
así pasaba los días, sin apenas contenido, pero hoy, algo ocurriría que le
cambiaría la vida, la actitud para el resto de sus días.
Salió
de casa como de costumbre, su vecina corrió y corrió por el pasillo como cada mañana,
sin suerte, como era obvio, ya en la calle fue insolente y maleducado unas
cuantas veces.
En
un cruce de calles, esperando el turno de cruzar, con las manos metidas en los
bolsillos, pensando cosas en negativo para reivindicarse en lo suyo, notó como
alguien le agarraba el brazo. Frunció el ceño y abrió los ojos de seguido, con
una expresión de asombro y sorpresa de tal magnitud que, si hubiera usado
lentillas en ese momento estas se le habrían caído al suelo.
Miró
de reojo para ver quién había sido el osado, y no pudo creer lo que veían sus
ojos. Una dulce viejecita, de metro y medio de alzada, con gafas de cristal
grueso, un moño de color cano por peinado y una sonrisa de oreja a oreja, sin
mediar palabra le estaba dando indicaciones con la cabeza para que le ayudase a
cruzar la calle. No teniendo más remedio, dio el primer paso, arrastrando la
carga que le había tocado en suertes, pero como la viejecita era lenta, se
agotó el tiempo de paso y los dichosos semáforos se volvieron rojos de repente,
quedándoles todavía medio camino para estar a salvo. Los coches impacientes por
seguir contaminando el ambiente, empezaron a hacer rugir sus motores y a sonar las
bocinas, así que nuestro amigo tuvo que sacar una de las manos del bolsillo,
por primera vez en muchos años y empezar a dar el alto a cuanto vehículo
pudiera poner en peligro a su inusual pareja.
Con mucho esfuerzo, consiguieron
llegar a la otra orilla. La anciana señora en agradecimiento y sin mediar
palabra le endosó un par de besos en las mejillas. Nuestro seco amigo que no
estaba acostumbrado a recibir tanto afecto, quedó totalmente desajustado.
No
terminó aquí la faena, pues aún la buena señora le pidió otro mandado, que le acompañara
a casa. Vivía cerca, a dos manzanas. Como era tan buen mozo quería que le
alcanzara una caja que tenía en los altos de un armario, donde guardaba unos
objetos muy valiosos para esta época del año, ya que, dada su avanzada edad y
su corta estatura, sería un peligro para ella siquiera intentarlo.
Una vez en
casa y con el favor hecho y la caja descansando en el suelo, la buena señora le
enseñó el contenido, eran unos adornos navideños y como estaba próxima la
Navidad y ante la ausencia de su difunto esposo, que era la persona encargada
de estos menesteres, se le había ocurrido la feliz idea que le ayudase a decorar
la casa. Había notado la buena señora, que nuestro borde amigo, estaba falto de
cariño y quizá pudiera hacerle disfrutar esa tarde de unos buenos y familiares
ratos.
Y
así pasaron la tarde, tomando chocolate caliente y unos deliciosos mantecados
mientras cortaban papel de plata para hacer el riachuelo y cartón duro para las
estrellas, echándoles purpurina y unas gotitas de pegamento y cartulinas de
color verde para la hierba y pintando de azul oscuro unas cuartillas, simulando
una hermosa noche sobre la que sujetar las brillantes estrellas.
Se
encontró a gusto nuestro amigo. Fue feliz ese día y los siguientes días, que
aún consiguió la dulce abuelita que viniera a casa a visitarla.
A
partir de esos días, ya nunca más paseo con las manos metidas en los bolsillos.
Su vecina, la que corría todas las mañanas por los pasillos, se llamaba María,
se lo preguntó un día que coincidieron en el ascensor, al entrar ella sofocada mientras
él le sujetaba la puerta.
Ya
no hubo más pelotas que se fueran a la calzada cuando pasaba por los parques,
aunque, eso sí, tuvo primero que aprender a dar patadas a la bola para
impedirlo.
Ya
no vestía únicamente de negro y sonreía más a menudo.
El
sol y la luz por fin habían entrado en su vida y fue feliz el resto de sus
días, gracias a que esas Navidades conoció a la dulce abuelita de metro y medio de alzada, pelo cano y gafas de cristal grueso que le cambio la actitud con la
que afrontar la vida.
Él
ahora decora su casa con los adornos que contenía la caja y que le dejó la
dulce abuelita en herencia poco antes de que abandonara este mundo y él cada
vez que pega las estrellas en la cartulina que hace las funciones de noche, se
acuerda de ella.