martes, 4 de marzo de 2025

CARNAVAL CARNAVAL


 

Estaba próximo, a la vuelta de la esquina, y su esencia se respiraba en todos los rincones del barrio. A pesar de ser una fiesta pagana en sus orígenes, y prohibida durante años, se había instalado en la sociedad con una facilidad asombrosa.
 
De alguna manera, todo el mundo se preparaba para este acontecimiento. Unos llevaban días confeccionando su propio vestuario. Dibujando patrones, cortando y cosiendo trozos de tela de diversos tamaños y colores hasta obtener disfraces originales. Otros los compraban en tiendas, más elaborados en su diseño y acabado, y más caros, por supuesto; y los menos se conformaban con adquirir diversos artículos, como máscaras, pinturas para embadurnarse la cara u otro tipo de accesorios.
 
Y ahí estaba el bueno de Atilios, sentado en mitad de la plaza, pensativo; él nunca se había disfrazado; no iba con su forma de ser. Era tímido e introvertido, y temía hacer el ridículo en público, además era creyente y desde pequeño le inculcaron que las cosas paganas casaban muy mal con los principios religiosos. Pero si no participaba se quedaría solo. Sus amigos de correrías y de juegos se iban a juntar para participar en la creación de una comparsa con todo lo que ello representa.
 
Lo tenía decidido, se acercaría a uno de esos mercadillos donde los feriantes exhiben su mercancía los días festivos en puestos callejeros situados en las aceras o a pie de la calzada, ofreciendo cachivaches, ropa, objetos para las casas, monedas antiguas, muebles viejos, incluso se podían encontrar pájaros o ardillas. Intentaría comprar algo que pudiera usarse en la fiesta de Carnaval del barrio.
 
Llevaba horas paseando entre los puestos, calle arriba, calle abajo y comenzaba a estar cansado. No había encontrado nada que le convenciera. Ya había decidido abandonar la búsqueda y volver de vacío cuando de pronto observó un pequeño callejón que se abría en uno de los lados de la calle y se fijó en una curiosa fachada, con una pequeña puerta de entrada, de madera, con el marco casi descascarillado, y de ambas jambas colgaban unos correajes sujetando unos objetos esotéricos y unas cuantas máscaras, con colores vivos, preciosas, con largas narices, que simulaban picos de aves, del tipo de las rapaces, otras en cambio, portaban grandes cascabeles en sus extremos, como las que usaban los bufones o saltimbanquis en épocas lejanas.
 
Con la compra hecha, volvió a casa, contento y, a la vez nervioso, pues no tenía claro si tendría valor de ponerse la máscara el día señalado.
 
Y ese día llegó. Había quedado con los amigos donde siempre. Se ajustó la máscara y se vistió con un chándal anodino para pasar desapercibido y no dar pistas, aunque sabía que eso sería muy difícil.
 
Ya en la calle, vio a una vecina que cargaba dos grandes bolsas y un carrito de la compra; sin dar detalles, se ofreció a ayudarla con el peso. Al terminar el favor la vecina le dijo:
 
- Gracias Atilios, por cierto, llevas una máscara muy bonita.
 
Extrañado, siguió su camino, en dirección al lugar de la cita.
 
Al poco, se cruzó con una señora, embarazada, que empujaba un carrito de bebé con el chiquillo dentro. A la señora se le cayó en ese momento el sonajero del bebé y Atilios, sin dudarlo, se agachó a recogerlo, reintegrándoselo a ella de nuevo. Está a su vez, le dijo:
 
-Gracias Atilios. Te queda muy bien la máscara.
 
Atilios volvió a quedarse extrañado. Estaba ocurriendo todo al revés de lo que había pensado. Le estaban reconociendo. 
 
A punto de llegar a su destino se ajustó la máscara y el chándal, se tapó el reloj con la manga y, al acceder al local, coincidió con un joven que tenía las mismas intenciones. Atilios entonces le cedió el paso y el joven, muy educado, le saludó diciendo:
 
-Gracias Atilios, pasa tu primero.
 
Atilios se empezó a poner nervioso; no entendía en qué había fallado su plan. Daba la impresión de que todo el mundo le reconocía cuando esa no era intención cuando decidió disfrazarse.
 
Se alejó de allí y anduvo al menos dos manzanas hasta llegar a la plaza, se sentó en uno de los bancos que había bajo las sombras de un castaño. El otro extremo del banco lo ocupaba un abuelo, andaba ocupado con un papel de fumar liándose un cigarro de picadillo. Atilios, distraído, le dio los buenos días al abuelo. Este, una vez exhaló las primeras bocanadas de humo, le miró detenidamente y le avino a decir:
 
-Buenos días para ti también Atilios, muchacho.
 
A lo que Atilios le respondió:
 
-Abuelo, ¿Cómo me ha reconocido? Si voy totalmente disfrazado.
 
El abuelo le contestó:
 
- Muchacho, en esta vida te encontrarás en el camino con verdades como puños y mentiras de toda índole, pero una cosa es cierta, te pongas lo que te pongas, te disfraces con los mejores disfraces, te  pintes la cara o no te la pintes y la lleves lozana, recuerda que en esta vida siempre te reconocerán por tus actos.
 
Al día siguiente daba comienzo la Cuaresma.

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