De
pequeño apuntaba maneras. Cuando era un recién nacido, se le enrojecía la
naricita a menudo, hasta que se dieron cuenta sus padres que era debido a la
fricción y roce con los bordes de la cuna nido. Esa etapa duró poco, como era
de prever, justo hasta que comenzó a gatear. En esa época se volvía rojiza la
nariz como consecuencia de los golpes que se daba contra el suelo, al calcular
mal las distancias y no responder la psicomotriz, como es debido. En lugar de
golpearse con la frente como hacían otros niños, él se golpeaba con la nariz.
Tengo que aclarar que la anchura de su nariz, incluidas sus alas, superaban con creces la distancia que había entre sus ojos.
Sorteó
como pudo una infancia llena de burlas, bromas y mofas. En aquella época sus
amigos le asignaron un mote, que dicho sea de paso era lo más común en aquellos
tiempos, se trataba de ser cruel a toda costa. El mote que le pusieron fue “Narizotas”,
en honor a su órgano más voluminoso, aunque él no lo había solicitado. Ese apodo
le acompañaría el resto de su vida.
Aunque en general gozaba de buena salud, sufría en demasía las consecuencias de tener la nariz tan grande.
Al
llegar los primeros días de otoño, comenzaba con algún que otro resfriado, en
general de poca monta, pero servía de referencia de cómo iba a trascurrir esa
estación en lo que a resfriados se refiere. Sabía de antemano que llegaría a la
cifra de al menos una docena, de resfriados, por supuesto. No había más que fijarse
en las estadísticas de años anteriores, que meticulosamente tenía anotadas en
una libreta, por riguroso orden de aparición. Incluía estas anotaciones: las
fechas, la duración del resfriado y los remedios utilizados para remediarlos.
Los
inviernos se convirtieron en etapas muy difíciles de sobrellevar, debido
precisamente a la facilidad innata en resfriarse, con todo lo que eso conlleva.
En el colegio le tomaban el pelo; corría el rumor por los pasillos de la
escuela que los virus en general, llegado el frío, buscaban su nariz para
resguardarse de las inclemencias del tiempo.
Coincidió
con la época en la que se empezaron a dejar de lado el uso de los pañuelos de
tela y se comenzaban a utilizar los mal llamados “clínex” o pañuelos de papel.
Para
su madre resultó un alivio, pues estaba harta de llenar la lavadora con tanto
pañuelo; en cambio, para “Narizotas”, eso significó un tormento. Era como
llevar un letrero encima, como si fuera una penitencia, arrojando a todas horas
y en cualquier lugar pañuelos llenos de miasmas y mocos. Además, de tanto
sonarse la nariz y debido a ciertos componentes en la fabricación de esos
pañuelos, le dejaban la nariz enrojecida en su punta y de las fosas nasales,
sus bordes. Ese detalle en plena adolescencia representó todo un lastre. Al
menos la pubertad le dio un respiro siendo benévola con “Narizotas”. El acné
juvenil no se cebó en su cara.
A
medida que iba creciendo, con asiduidad y sin que “Narizotas” diera el
correspondiente permiso, su nariz se adentraba en cualquier lugar o en
cualquier asunto a las primeras de cambio, que le incumbiera o no era otra
cuestión. Nunca dio las gracias a la naturaleza por dotarle tan generosamente
de un órgano tan vistoso, voluminoso y entrometido, más bien fue todo lo
contrario. Sus padres ya detectaron esa “rara habilidad”, pero nunca tuvieron
claro si era debido a la curiosidad, ese afán tan propio de edades tempranas, o
a la protuberancia de dicho órgano.
A
decir verdad, hicieron buenas migas ambas cualidades, curiosidad y protuberancia
para desgracia de “Narizotas”. Resulta que, como era un “metomentodo”, asomaba con
frecuencia la cabeza en las habitaciones y estancias; para husmear, pero lo
primero que invadía esos espacios no eran las orejas, los ojos o la cabeza, era
la punta de su nariz, como resulta obvio. En cuanto se percataban de su
presencia, automáticamente soltaban manotazos a las puertas, con el fin de
cerrarlas para seguir manteniendo la privacidad, tan repentinamente que no
daban tiempo al cotilla a batirse en retirada, siendo golpeado a menudo con
saña en la punta del órgano que todos sabemos. De ahí que enseguida se pusiera
roja y a menudo se le podía ver por los pasillos cubierto con una cantidad
ingente de apósitos, pomadas y vendas.
Y
así plácidamente iba transcurriendo su vida temprana hasta que ocurrió un hecho
que le cambiaría su vida por completo.
Resulta
que le aparecieron a “Narizotas” unas molestias respiratorias, unas alergias,
pensaron sus padres en un primer momento. Hechas las primeras pruebas y
visitado el correspondiente médico por aquello del diagnóstico, le detectaron
unas molestas vegetaciones; había que operar para extirparlas, nada serio, le
dijeron. Y “Narizotas” tuvo una ocurrencia, maldita la hora, que podían
aprovechar esa intervención y optimizar el quirófano haciendo cirugía plástica
en su nariz. Vaya que le quitaran un cacho. Alegaría problemas respiratorios si
fuera necesario y de ese modo podrían serrarle el tabique. Así de sencillo lo
veía, pero mira por dónde, coló la sugerencia.
Pasó
un tiempo incómodo, horroroso y feo, con la piel de la cara amoratada y vendas
que le cubrían desde la boca hasta los ojos.
Pero
todo cambió en unos días, cuando le quitaron los vendajes y pudo mirarse al
espejo. Se encontró guapo por primera vez en su vida; las vegetaciones no le
habían desaparecido del todo, pero eso ahora mismo no le preocupaba demasiado.
Poco
a poco, lo que para “Narizotas” era todo un progreso y hasta un triunfo, eso se
le iba a volver en contra.
Sus
amigos, los mismos con los que se había relacionado desde pequeño y que se
habían burlado durante toda su escasa vida, le iban rechazando poco a poco. Ya
no era el mismo, además para más inri, tenía éxito con las chicas. Apenas
paraba por el barrio. Él también se iba dando cuenta de que les echaba de menos.
También se percató que estaba cambiando, que no era el mismo de antes del
cambio. Se estaba quedando solo.
Ya
no se resfriaba tanto, dejó de ser entrometido y curioso. Tampoco gastaba en
apósitos y vendas. Se había quedado sin amigos. Él ahora estaba viviendo una
vida que no era la suya y no se encontraba cómodo. Paradojas de la vida, pensó.
Era más feliz cuando le llamaban “Narizotas”, siéndolo, que ahora que ya no lo
era, pero tampoco había nadie conocido que le llamara otra cosa. Solo le quedaba
el mote, pero en su cabeza.
Tengo que aclarar que la anchura de su nariz, incluidas sus alas, superaban con creces la distancia que había entre sus ojos.
Aunque en general gozaba de buena salud, sufría en demasía las consecuencias de tener la nariz tan grande.