
Estaba
próximo, a la vuelta de la esquina, y su esencia se respiraba en todos los
rincones del barrio. A pesar de ser una fiesta pagana en sus orígenes, y
prohibida durante años, se había instalado en la sociedad con una facilidad asombrosa.
De
alguna manera, todo el mundo se preparaba para este acontecimiento. Unos llevaban
días confeccionando su propio vestuario. Dibujando patrones, cortando y
cosiendo trozos de tela de diversos tamaños y colores hasta obtener disfraces
originales. Otros los compraban en tiendas, más elaborados en su diseño y
acabado, y más caros, por supuesto; y los menos se conformaban con adquirir diversos
artículos, como máscaras, pinturas para embadurnarse la cara u otro tipo de accesorios.
Y
ahí estaba el bueno de Atilios, sentado en mitad de la plaza, pensativo; él
nunca se había disfrazado; no iba con su forma de ser. Era tímido e
introvertido, y temía hacer el ridículo en público, además era creyente y desde
pequeño le inculcaron que las cosas paganas casaban muy mal con los principios
religiosos. Pero si no participaba se quedaría solo. Sus amigos de correrías y
de juegos se iban a juntar para participar en la creación de una comparsa con
todo lo que ello representa.
Lo
tenía decidido, se acercaría a uno de esos mercadillos donde los feriantes
exhiben su mercancía los días festivos en puestos callejeros situados en las
aceras o a pie de la calzada, ofreciendo cachivaches, ropa, objetos para las
casas, monedas antiguas, muebles viejos, incluso se podían encontrar pájaros o
ardillas. Intentaría comprar algo que pudiera usarse en la fiesta de Carnaval
del barrio.
Llevaba
horas paseando entre los puestos, calle arriba, calle abajo y comenzaba a estar cansado.
No había encontrado nada que le convenciera. Ya había decidido abandonar la
búsqueda y volver de vacío cuando de pronto observó un pequeño callejón que se
abría en uno de los lados de la calle y se fijó en una curiosa fachada, con una
pequeña puerta de entrada, de madera, con el marco casi descascarillado, y de
ambas jambas colgaban unos correajes sujetando unos objetos esotéricos y unas cuantas
máscaras, con colores vivos, preciosas, con largas narices, que simulaban picos
de aves, del tipo de las rapaces, otras en cambio, portaban grandes cascabeles
en sus extremos, como las que usaban los bufones o saltimbanquis en épocas
lejanas.
Con
la compra hecha, volvió a casa, contento y, a la vez nervioso, pues no tenía
claro si tendría valor de ponerse la máscara el día señalado.
Y
ese día llegó. Había quedado con los amigos donde siempre. Se ajustó la máscara
y se vistió con un chándal anodino para pasar desapercibido y no dar pistas, aunque
sabía que eso sería muy difícil.
Ya
en la calle, vio a una vecina que cargaba dos grandes bolsas y un carrito de la
compra; sin dar detalles, se ofreció a ayudarla con el peso. Al terminar el
favor la vecina le dijo:
- Gracias Atilios, por cierto, llevas
una máscara muy bonita.
Extrañado,
siguió su camino, en dirección al lugar de la cita.
Al
poco, se cruzó con una señora, embarazada, que empujaba un carrito de bebé con
el chiquillo dentro. A la señora se le cayó en ese momento el sonajero del bebé
y Atilios, sin dudarlo, se agachó a recogerlo, reintegrándoselo a ella de nuevo.
Está a su vez, le dijo:
-Gracias
Atilios. Te queda muy bien la máscara.
Atilios
volvió a quedarse extrañado. Estaba ocurriendo todo al revés de lo que había pensado.
Le estaban reconociendo.
A
punto de llegar a su destino se ajustó la máscara y el chándal, se tapó el
reloj con la manga y, al acceder al local, coincidió con un joven que tenía las
mismas intenciones. Atilios entonces le cedió el paso y el joven, muy educado,
le saludó diciendo:
-Gracias
Atilios, pasa tu primero.
Atilios
se empezó a poner nervioso; no entendía en qué había fallado su plan. Daba la
impresión de que todo el mundo le reconocía cuando esa no era intención cuando decidió
disfrazarse.
Se
alejó de allí y anduvo al menos dos manzanas hasta llegar a la plaza, se sentó
en uno de los bancos que había bajo las sombras de un castaño. El otro extremo
del banco lo ocupaba un abuelo, andaba ocupado con un papel de fumar liándose
un cigarro de picadillo. Atilios, distraído, le dio los buenos días al abuelo.
Este, una vez exhaló las primeras bocanadas de humo, le miró detenidamente y le
avino a decir:
-Buenos
días para ti también Atilios, muchacho.
A
lo que Atilios le respondió:
-Abuelo,
¿Cómo me ha reconocido? Si voy totalmente disfrazado.
El
abuelo le contestó:
-
Muchacho, en esta vida te encontrarás en el camino con verdades como puños y
mentiras de toda índole, pero una cosa es cierta, te pongas lo que te pongas,
te disfraces con los mejores disfraces, te pintes la cara o no te la pintes y la
lleves lozana, recuerda que en esta vida siempre te reconocerán por tus actos.
Al
día siguiente daba comienzo la Cuaresma.