lunes, 22 de diciembre de 2025

EL LISTÍN TELEFÓNICO (CUENTO DE NAVIDAD)


 

 

Quedaba poco para la Navidad. A estas alturas del año, Atilios Riguel tenía por costumbre ponerse en contacto con sus amigos, los que le iban quedando, claro. Quería tener noticias de ellos, saber si se encontraban bien o si habían sido abuelos y otras cosas por el estilo.

En general, eran llamadas que no duraban mucho tiempo. Solían ser breves, unas veces por las propias dificultades auditivas de la edad, otras porque no les localizaba en casa o, en el peor de los casos, porque habían dejado este mundo y pasado a mejor vida.

Con el paso de los años había conseguido confeccionar una pequeña lista con los contactos de cada uno de ellos. Este año había demorado un poco esa tarea porque no encontraba la lista, no recordaba el lugar exacto donde la había guardado desde la última vez que la consultó.

Atilios era un desastre en todo lo relacionado con el orden de las cosas y de la casa, sobre todo desde el momento en que se quedó viudo. Además, coincidió ese momento con una etapa en que comenzaba a olvidársele algunas cosas, cada vez con más frecuencia. Eso al principio no le preocupaba, pero, aunque ahora no lo reconocía públicamente, sí pensaba en ello a menudo.

Buscó por todos los rincones de la casa y cuando estaba a punto de desistir y dejarlo, tuvo una ocurrencia: mirar en los cajones del armario de la entrada.

Efectivamente, ¡ahí estaba la lista!, junto a la agenda que usó su madre durante muchos años para apuntar los teléfonos.

Le vino a la memoria aquél recuerdo de que cada vez que su madre tenía que escribir algo en ella, recurría a él. Decía: “Atilios, acércame un bolígrafo para anotar un número, pero dame uno que pinte” y seguía con la retahíla: “Parece mentira que siempre que necesito escribir algo, no hay en casa un solo lapicero que escriba”. Otras veces le pedía que fuera el propio Atilios quien escribiera y entonces le dictaba los números. “Apunta, Atilios”, le decía, “cuatro, siete, ocho…” y cuando terminaba de dictarle los siete números, Atilios tenía que repetírselos a su madre para comprobar que no se había equivocado al anotarlos.

La agenda estaba muy vieja y deshilachada; las gruesas pastas de escay con letras y adornos dorados habían desaparecido. Las pestañas separadoras estaban arrugadas y dobladas y la mayoría rotas. Faltaban muchas letras. En cambio, era curioso que algunas de las letras cuyo uso estaba suprimido en la actualidad se conservaran intactas, como era el caso de la “ch” o la doble ele.

Al ojear la agenda, una pequeña sonrisa se le dibujó en la cara al comprobar el particular criterio que utilizaba su madre para anotar las referencias de sus amistades y contactos en el cuadernillo; por ejemplo, a sus hermanas las tenía apuntadas todas en la “H” de hermanas y no en la inicial del nombre de cada una, o al carnicero, en lugar de anotarlo en la “C”, lo anotaba con inicial de su nombre; lo mismo pasaba con el panadero, el del ultramarinos o la señora Vicenta, una señora viuda que regentaba la droguería, y así con todos.

Esa agenda dejó de usarse hace mucho tiempo, desde el mismo momento que murió su madre, pero Atilios se resistió a desprenderse de ella; le traía muchos y buenos recuerdos.

Cuando hubo terminado de ojear la agenda, la volvió a guardar en el cajón y acto seguido se sonó la nariz con un pañuelo, emocionado. Cuánto echaba de menos a su madre, se dijo para sí.

Una vez recuperada la lista de amigos se acomodó en el sillón del salón. Un desgastado árbol de Navidad le alumbraba la cara a ratos al ritmo de la intermitencia de las luces y enfrente, un pequeño misterio compuesto de cinco figuras y un pesebre le recordaba en que época del año estaba.

Justo en ese preciso momento sonó su móvil. Era una llamada entrante. uno de sus viejos amigos de la lista. Le llamaba para informarle que se habían reunido unos cuantos amigos y conocidos y le estaban esperando en un local cercano para cenar esa noche. Habían decidido ser ellos los primeros en estar a su lado para desearle unas felices fiestas en persona y que no estuviera solo en estas fechas tan señaladas.

Atilios estaba contento; antes de acudir a la reunión, dejó la lista en el cajón del mueble de la entrada y, antes de cerrarlo, acarició de nuevo las gruesas pastas de escay con letras y adornos dorados de la agenda telefónica de su madre.

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