sábado, 2 de agosto de 2025

UN DRAMA ANUNCIADO


 

Leyó el último párrafo. Acto seguido, cerró el libro y pasó la mano suavemente por la contraportada. Un gesto de aprobación se dibujó en su cara.

Alcanzó la estantería donde se apreciaba el hueco dejado días atrás y colocó el libro de nuevo.

Para su próxima lectura eligió cambiar de registro, algo dramático, pensó. Con lentitud fue releyendo los lomos de cada uno de los libros que guardaba celosamente ordenados en la librería. Por fin encontró uno que llamó su atención, “Historia inacabada de un perdedor”, y comenzó a leer, pero como era de esperar, no pudo acabarlo.

sábado, 12 de julio de 2025

EL BALDE DE LA COLADA


 II EDICIÓN ESPAÑA CREATIVA 5 NOCHES 5 VILLAS

MODALIDAD RELATO


Ahí estaba ella, en silencio, sujetando con su mano derecha uno de los sillares de piedra, de la casa que hace esquina, en la cuesta que llega a la fuente de los cinco caños, mientras la otra mano la tiene en jarras, sobre la maltrecha cadera, esa que tantas molestias le está causando. El balde de la colada sobre la cabeza, una cabeza de pelo cano recogido en un atractivo y ordenado moño; tan tirante está que sus sienes estiradas, quizá sean la única parte de su desgastado cuerpo donde no se aprecia arruga alguna. Allí estaba ella, haciendo un descanso, mientras observa todo cuanto acontecía a dos palmos de su mirada.

Así la recuerda Atilios, bien plantada, a medio camino entre las innumerables tareas que ha dejado en casa por hacer y el esfuerzo que realizará segundos más tarde, cuando apoye sus doloridas rodillas en el lugar de costumbre, donde dejará la taja, en la orilla del río. Allí se gastarán las uñas de las manos, restregando la ropa que lleva en el balde, con el jabón casero, que fabrica ella misma, a base de sosa y aceite basto, reutilizado tantas veces en la cocina que ya ha perdido la cuenta. Frotará sin descanso una y otra vez, ayudándose de una piedra, contra la tabla de lavar. Los faldones largos darán cuenta de ello, así como las ennegrecidas blusas o las enormes sabanas de algodón blanco, de un blanco desgastado por el uso y el tiempo, las que un día formaron parte del ajuar entregado por su madre, la bisabuela de Atilios, cuando salió de casa para contraer santo matrimonio, y de esto hace ya unos cuantos años.

Ahí estaba con una sonrisa dibujada en la cara, a pesar del sufrimiento tatuado a fuego lento en sus adentros. Por fuera, tan solo las grandes arrugas que adornan su cara, la delatan. Vestía su uniforme de trabajo, compuesto por una combinación de raso y un vestido de una pieza, incluyendo un delantal raído y viejo que servía para todo. Pronto descubriría Atilios las innumerables utilidades de esa prenda. Evitaba manchar el vestido, eso, sobre todo. También lo utilizaba la abuela para retirar las sartenes del fuego. Asimismo, servía para transportar los huevos recién puestos del corral a la fresquera de la cocina, poniéndolos con cuidado en el delantal a modo de bolsa y apoyados contra su regazo. Incluso alguna vez lo utilizó como pañuelo, sonándose la nariz con él.

Sus piernas parecían dos palillos, arqueadas de tantos pasos recorridos y cubiertas de varices, fruto de años y años de trabajar sin descanso, siempre cubiertas por tupidas medias negras.

 La abuela fue la protagonista principal de unos cuantos partos y algún que otro aborto que la providencia no consideró oportuno que llegaran a buen término.

Pero vayamos por el principio. Los recuerdos de Atilios sobre su abuela comienzan un verano, no recuerda muy bien el año, aunque estaba seguro de que ya no se decía de carrerilla aquella coletilla de “no sé cuántos años de la victoria”.

Era un día de junio, hacia finales, de eso estaba seguro, acababan de dar comienzo las vacaciones. Sus padres decidieron que pasase una temporada en el pueblo con los abuelos.

Atilios era un crío callado, observador, espigado, enclenque y algo parado. Con pecas en la cara, muchas. Quizás fuera por eso o porque era el único nieto hasta ese momento, la abuela le acogió con los brazos abiertos.

No conocía a nadie, por lo que pasaba gran parte del día encerrado en casa con la abuela. Ella, con ese afán de que se distrajera y le diera el aire, le enviaba hacer pequeños recados por el pueblo, lo mismo le pedía que se acercara al corral y le trajera unos troncos de leña para el fuego que le mandaba a la tienda de ultramarinos de Doña Marcela, en esta tienda había de todo, lo mismo encontrabas galletas que unas botas de agua. A esta tienda le enviaba a comprar sal, ajos, cebollas y cosas por el estilo, de poca monta.

La abuela siempre le soltaba la misma cantinela:

- Atilios, acércate a la tienda y dile a la señora Marcela que te dé unas cabezas de ajo y un saquito de sal, y que lo apunte en la cuenta.

 También le enviaba a comprar a la mercería de la señora Cándida, hilos, agujas, cintas de raso o cordones para las alpargatas o algún botón para prenderlo en las camisas del abuelo.

Y le decía lo mismo:

- Atilios, acércate a la tienda y dile a doña Cándida que te de un carrete de hilo de color blanco y que lo apunte en la cuenta.

Un día, volviendo de comprar precisamente un carrete de hilo de color blanco, vio cómo la abuela lo metía en un costurero, desgastado y viejo, que tenía guardado en un cajón de la cómoda en su dormitorio. El costurero estaba repleto de carretes de hilos del mismo color. Entonces entendió que la abuela le hacía comprar cosas que no necesitaba solamente para que se distrajera y para obligarle a salir de casa.

Otras veces le mandaba dar aviso a Don Ramón, el practicante, cuando el abuelo tenía fiebre. Don Ramón hacía visitas domiciliarias. Se acercaba a casa a ponerle las inyecciones al abuelo, pero eso ocurría pocas veces. Le gustaba observar cómo realizaba su trabajo. Era un señor muy serio; siempre vestía de traje. Le recuerda con unas gafas de montura marrón y de cristales pequeños y redondos. Casi no le cubrían los ojos.

Nada más llegar, ponía el maletín sobre el hule de la mesa de la cocina, sacaba un pequeño trípode con una mecha y colocaba encima un cacito, lo llenaba de alcohol y encendía la mecha. Introducía las agujas para desinfectarlas, luego insertaba una de ellas en la jeringuilla, y, llegado a ese momento, le hacían abandonar la estancia. Se imagina que era para preservar la intimidad del abuelo. Mientras tanto, la abuela preparaba café de puchero, para ofrecérselo a la visita. El café olía muy bien, pero resultaba amargo. Ahí es cuando aprendió Atilios una nueva palabra que tardó bastante tiempo en comprender, sucedáneo era esa palabra. El abuelo siempre repetía que, como era difícil conseguir café, la achicoria era un socorrido sucedáneo. Siempre comentaban entre ellos algo acerca de los recuerdos que tenían cuando podían saborear buen café y el aroma tan rico que desprendían. Nunca faltaba un plato con dos o tres magdalenas encima de la mesa cuando tomaban el café.

Llegado el momento, la abuela le decía a don Ramón:

-Coja una magdalena don Ramón, coma que mañana no sabemos por dónde saldrá.

-El bueno de don Ramón se comía la magdalena y se guardaba otra el bolsillo de la chaqueta, para luego. La abuela hacía como que no lo había visto y acto seguido le acompañaba hasta la puerta.

Todas las cantidades que la abuela tenía apuntadas por doña Marcela, doña Cándida, don Ramón o el resto de tiendas tardaban poco tiempo en ser borradas a pesar de ser tiempos duros.

Llevaba Atilios tres semanas en el pueblo, cuando una mañana la abuela iba a preparar la comida, entonces ocurrió algo que le cambiaría la vida. Resulta que la abuela cocinaba muy bien a pesar de la escasez. Ese día llamo a Atilios y le pidió que le ayudara en la cocina.

A partir de ese momento, la parte del día que más le gustaba a Atilios era el mediodía, justo cuando la abuela entraba a la cocina a preparar la comida.

Atilios se sentaba en una banqueta de madera, de solo tres patas, como las que utilizaban los vaqueros para ordeñar las vacas, mientras la abuela lavaba las legumbres, las hortalizas o las patatas. Siempre le daba algún quehacer, pelar una patata, echar un poco de sal, probar si estaba sosa alguna cosa, fregar cacharros. También le gustaba meter los garbanzos o las lentejas en el puchero o encender los mixtos para hacer fuego y esperar hasta que empezara a hacer chup-chup el puchero.

La abuela le explicaba todo lo que iba haciendo, aunque Atilios se enteraba de la mitad. Le iba indicando paso a paso de las cantidades que necesitaba tal o cual guiso. Entretanto le contaba interminables historias relacionadas con el pueblo y con su gente y de cosas que habían pasado y que pasaban todavía. Atilios desconocía si esas historias eran ciertas o inventadas por la abuela, pero le gustaba oír cómo las contaba la abuela.

Una de esas historias, ocurrida en los primeros días de la guerra, contaba cómo detuvieron a un amigo del abuelo, que no había cometido ningún delito, por cierto. Le hicieron cantar una de esas canciones que cantaban las tropas, las mismas que, pasados unos años, ganarían la contienda, pero el amigo del abuelo no quiso cantarla o no sé la sabía. El caso es que permaneció detenido en el cuartelillo un tiempo, hasta que se lo llevaron. La abuela le contó que el abuelo y ella se personaron ante la autoridad a interceder por el amigo detenido. La autoridad les contestó, riéndose socarronamente, que, si querían verlo en la calle, alguno de los dos tenía que ocupar su lugar. El abuelo nunca volvió a ver a su amigo.

Una vez por semana, Atilios acompañaba a la abuela al horno y se traían varias hogazas de pan, al llegar a casa, la guardaban solemnemente en unas tinajas, una pieza de madera del tamaño de la boca de la tina hacía las veces de tapa, y cuando se necesitaba se introducía la mano en la tina y se sacaba la hogaza. Nunca estaba duro el pan, algo revenido sí, pero blando. Estas tinajas se guardaban en un cuarto pequeño al lado de la cocina. También se guardaba en estos cuartos, colgado de unos ganchos en el techo, parte de la matanza de ese año, chorizos, morcillas, lomos y otras partes del tocino. También bacalao salado, carne seca, tortas, mantecados, aceite y cosas embotadas como pimientos rojos, tomates, hasta mermeladas de albaricoques, melocotones y ciruelas, que aguantaban mucho tiempo antes de necesitarse para su consumo.

El abuelo no se ocupaba de casi nada, solo gruñía o permanecía callado mientras encendía el fuego para calentar la casa.

En casa había dos turnos de comida. El abuelo siempre comía en el primero de ellos. A las dos en punto, hora sagrada y de obligado cumplimiento para esos menesteres, si no estaba la comida puesta a esa hora, el abuelo se enfadaba. Comía solo, en una mesa aparte. El resto comía en la misma estancia, pero en otra mesa y siempre después de haber recogido el servicio del abuelo. Al poco de acabar, se levantaba y en lugar de echarse la siesta, se iba a la cantina, a echar la partida, a tomarse un café, fumar un cigarrillo de liar o a hablar de cosas sin importancia.

La abuela, cuando se dirigía al abuelo, siempre le trataba de usted. Atilios no entendía la razón de ser de ese trato tan solemne siendo ellos marido y mujer, en cambio, él tuteaba a los dos.

La abuela no descansaba nunca. Se levantaba muy temprano para realizar las tareas. A menudo Atilios había pensado que ella se levantaba antes de que cantaran los gallos, pero eso nunca lo pudo comprobar. Daba de comer a las gallinas y los conejos, recogía los huevos, limpiaba las jaulas, preparaba el desayuno, recogía la casa, ordenaba la ropa, cosía y remendaba las distintas prendas de vestir mientras que el abuelo seguía durmiendo. Seguramente tendría otros cometidos, pero Atilios los desconocía.

En casa no se vivía con estrecheces, pero la abuela siempre trataba de mejorar las cosas ganándose unas perras extras haciendo cualquier cosa de provecho, cosiendo y zurciendo prendas de ropa para otros vecinos o vendiendo los huevos que sobraran incluso alguna vez cocinó bizcochos y alguna tarta por encargo.

La abuela cocinaba muy bien, tanto los guisos como los asados y los postres. En época de fiestas, en el mes de septiembre, había costumbre de ir a los hornos de leña del pueblo, a las tahonas, a elaborar tortas de anís, magdalenas y mantecados. Hacían cantidad de sobra, lo suficiente para pasar las fiestas y para guardar para el resto del año.

Una vez por semana, la abuela preparaba unas natillas deliciosas con sus nubes de clara de huevo, espolvoreadas de canela y con sus galletas María haciendo de copete.

Un día, a la abuela se le fue la mano haciendo natillas y observó cómo se las ofrecía a la vecina, a cambio de unas perras gordas. Dos platos soperos, repletos hasta el borde, se intercambiaron. La abuela sabia sacar partido a todo cuanto hacía.

“Qué gran mujer era la abuela” -pensaba Atilios a menudo.

Le contó una vez la abuela, que en momentos duros de posguerra había hecho estraperlo, es decir comerciaba con cosas que escaseaban o eran difíciles de conseguir, no era muy legal que se dijera, pero la necesidad obligaba, era productos básicos como el aceite, el chocolate, el hilo de coser y otros muchos.

Una vez, contó, que volvía de la capital en el coche de línea con una serie de productos muy demandados y escasos; y, antes de llegar al pueblo, para evitar que se los requisara la autoridad, había acordado previamente con una vecina que la esperase a la entrada del pueblo, la abuela entonces, arrojó el hatillo con las cosas que traía, por la ventana del autobús. La vecina recogió el hatillo sin merma alguna y ya en casa fueron acondicionados para su intercambio.

La casa de los abuelos era humilde, pero era grande. Tenía varias habitaciones, algo destartaladas y en algunas paredes se podía apreciar el desgaste y la falta de conservación en algunas paredes y algún que otro techo, pero era acogedora y agradable. Había un rincón en una de las estancias, muy alegre y bien iluminado, donde la abuela había situado una mesa camilla, con grandes faldones que cubrían un pequeño brasero de carbón. Del techo colgaba un cable basto que sujetaba una bombilla con un filamento muy gordo. Al encender el interruptor, la bombilla desprendía unos haces de luz amarillentos, justo en medio de la mesa camilla. Ahí se sentaba la abuela algunas tardes, con su costurero, repleto de bobinas de hilo blanco, las que le hacía comprar para mantenerle distraído.

 La abuela remendaba las medias de las mujeres. Era muy común que las medias, al engancharse con cualquier arista, sufrieran carreras, entonces la abuela, con cuidado, habilidad y buena vista, procedía a devolverlas a su estado inicial, ayudada por una buena aguja. Y cómo las medias, por aquel entonces, costaban sus buenas perras, pues muchas mujeres preferían acudir a la abuela, que además dejaba las medias como nuevas. También zurcía calcetines ayudado por un huevo de madera y también cogía los bajos a los pantalones o a las faldas les cogía el dobladillo. Lo dicho, la abuela era muy emprendedora y sabía sacarle provecho a su tiempo.

Cuando se acabó el verano, Atilios tuvo que volver con sus padres. Pronto empezaría el nuevo curso y tenía que estar preparado, además sus padres le echaban de menos. Le daba mucha pena tener que dejar el pueblo. Se lo había pasado en grande. La abuela le había enseñado muchas cosas, a hacer encargos, a comprar cosas repetidas, a llenar los pucheros de cosas ricas, a untar con alcohol el algodón y las gasas de don Ramón y además le había contado tantas historias y todas tan interesantes que todavía hoy recuerda la mayoría de ellas.

Al llegar a la capital, Atilios escribía cartas casi todas las semanas a los abuelos. Les pedía que le guardaran los sellos que iban pegados en los sobres, pues en aquella época había empezado a coleccionarlos. Los abuelos lo llamaban estampas, y eso le hacía gracia.

Pasados unos años, Atilios recibió un paquete que le enviaba la abuela. El paquete contenía unos tebeos, un poco viejos y arrugados, de hazañas bélicas, el Jabato y el Capitán Trueno, de Roberto, Alcázar y Pedrín, junto con una nota mal escrita, con garabatos a modo de letras y con trazos muy grandes, apenas ininteligibles, escritos por la abuela. Después de muchos intentos, al fin pudo entender lo que decía la nota. Atilios descubrió aquel día que la abuela casi no sabía escribir. Eso fueron consecuencias de la maldita guerra que hubo hace algunos años, supuso Atilios.

Resulta que la abuela, como no podía estarse quieta, adquirió unos cuantos tebeos, viejos también, con unos ahorros, y había puesto un pequeño negocio de intercambio, es decir, prestaba los tebeos a la chiquillería del pueblo, a cambio de unos reales y unas perras gordas. Por lo visto, era un negocio en auge, aunque a pequeña escala. Y estos ejemplares que le había hecho llegar después de tantos años, estaban ya muy vistos en el pueblo, y apenas les daba salida y pensó que a Atilios le gustaría tenerlos.

Siempre pensó que si su abuela hubiera nacido unos cuantos años más tarde habría tenido una vida muy diferente, ni mejor ni peor, pero si muy diferente a la que había tenido.

Un día que Atilios estaba en casa con su madre, sonó repentinamente el teléfono. Llamaban del pueblo, era el abuelo. La abuela había fallecido.

Atilios lloró amargamente. Su abuelo también lloró amargamente. Únicamente había estado tan afectado en otra ocasión. Cuando murió su padre.

Han pasado muchos años y Atilios sigue recordando cada día a su abuela. Es dueño de un afamado restaurante y todo el mundo le llama Chef.

Por cierto, la abuela de Atilios se llamaba Vicenta.

domingo, 6 de julio de 2025

MEJOR TARDE QUE NUNCA (Microrrelato hasta 100 palabras)


 CONCURSO RELATOS EN CADENA


Por primera vez, lo ama. Ella prefirió que fuera el tiempo el encargado de aflorar ese sentimiento en lugar del típico flechazo; en cambio, a él no le quedó más remedio que conformarse. Espero mucho tiempo, demasiado.

Una fina película de polvo se extiende sobre la falsa chimenea de leña que preside la estancia. En la repisa, un marco de bronce envejecido recoge una fotografía de ambos justo el día que tenía pensado declararle su amor.

Ella coge el marco con delicadeza y mira la imagen con detenimiento, entretanto, él la observa, en silencio, desde el otro lado.


lunes, 30 de junio de 2025

LOS HIJOS SIEMPRE LLEVAN LA CONTRARIA (Microrrelato hasta 100 palabras)


 CONCURSO RELATOS EN CADENA

El hombre lobo más orgulloso de la provincia era además un miembro destacado de la comunidad.

Respetable y respetado, cada domingo cumplía fielmente con los oficios religiosos.

Andaba continuamente pendiente del calendario, interesándole todo aquello relacionado con las fases lunares como resulta obvio. Su retoño tenía la puesta de largo y necesitaba estar informado.

Llegó la noche esperada, la luna lucía llena en lo alto. La prueba consistía en mordisquear un ternero.

El niño con el cuerpo lleno de pelo, las garras afiladas y lágrimas en los ojos le instó a su padre a no seguir adelante pues ya no comía carne, se había vuelto vegano.


miércoles, 18 de junio de 2025

EL LAPICERO QUE DIBUJABA SIN PUNTA (Microrrelato hasta 100 palabras)


 CONCURSO RELATOS EN CADENA

Dibujó un ataúd pequeño y se metió dentro, pero se dejó el lapicero fuera. Alguien lo encontró brillando en el suelo y comenzó a utilizarlo.

Primero dibujó una flor y su aroma cubrió la atmósfera de primavera. Asombrado con el resultado dibujó un árbol repleto de pájaros. Al instante empezó a llenarse de frutos y a oírse los trinos.

Creyó que podría dibujar un mundo mejor y fue a buscar a los fabricantes de odios y les dibujó una bilis buena y a las armas de guerra un nudo en los extremos.

Cuando hubo dibujado un montón, se paró a sacarle punta al lapicero y continuó imaginando cosas.

martes, 10 de junio de 2025

EL TABACO MATA (Microrrelato hasta 100 palabras)


 CONCURSO RELATOS EN CADENA

Jugó a dibujar figuras de humo, mientras barajaban las cartas. Apiló las que le tocaron en suertes.

 Mirándolas de reojo apostó lo que le quedaba, incluyendo unos pagarés. Solo él sabía que no tenían fondos.

Mientras le tocaba el turno, se dirigió al excusado; sentándose en la taza, apoyó la cabeza en una de las paredes y con un cúter sajó la muñeca de su mano derecha, la misma que había sujetado la mala suerte momentos antes.

Sobre la mesa de juego, una densa nube de humo de una última calada dejaba entrever la figura de un encapuchado asido a una guadaña de grandes dimensiones.


jueves, 5 de junio de 2025

VISITA INESPERADA (Microrrelato hasta 100 palabras)


 CONCURSO RELATOS EN CADENA


Sabía a soledad, pero también a paz. Había pasado tanto tiempo desde la última orgía que casi lo había olvidado

Apenas recibía visitas. Durante el día, permanecía oculto en los bajos de su castillo, pero la noche le daba nuevos bríos. Paseaba sin miedo por las estancias, a la tenue luz, casi apagada, de unas derretidas velas.

Esa noche unas turistas francesas, tan osadas como perdidas, llamaron a su puerta.

“Por fin volveré a sentir paz”, pensó.

Se dirigió hacia la puerta ciñéndose una enorme capa de terciopelo negro y cuello vuelto, de color rojo.

Una leve sonrisa dejó al descubierto el brillo de dos afilados colmillos.