II EDICIÓN ESPAÑA CREATIVA 5 NOCHES 5 VILLAS
MODALIDAD RELATO
Ahí estaba ella, en silencio,
sujetando con su mano derecha uno de los sillares de piedra, de la casa que hace
esquina, en la cuesta que llega a la fuente de los cinco caños, mientras la
otra mano la tiene en jarras, sobre la maltrecha cadera, esa que tantas
molestias le está causando. El balde de la colada sobre la cabeza, una cabeza de
pelo cano recogido en un atractivo y ordenado moño; tan tirante está que sus
sienes estiradas, quizá sean la única parte de su desgastado cuerpo donde no se
aprecia arruga alguna. Allí estaba ella, haciendo un descanso, mientras observa
todo cuanto acontecía a dos palmos de su mirada.
Así la recuerda Atilios, bien plantada,
a medio camino entre las innumerables tareas que ha dejado en casa por hacer y
el esfuerzo que realizará segundos más tarde, cuando apoye sus doloridas
rodillas en el lugar de costumbre, donde dejará la taja, en la orilla del río.
Allí se gastarán las uñas de las manos, restregando la ropa que lleva en el balde,
con el jabón casero, que fabrica ella misma, a base de sosa y aceite basto, reutilizado
tantas veces en la cocina que ya ha perdido la cuenta. Frotará sin descanso una
y otra vez, ayudándose de una piedra, contra la tabla de lavar. Los faldones largos
darán cuenta de ello, así como las ennegrecidas blusas o las enormes sabanas de
algodón blanco, de un blanco desgastado por el uso y el tiempo, las que un día formaron
parte del ajuar entregado por su madre, la bisabuela de Atilios, cuando salió
de casa para contraer santo matrimonio, y de esto hace ya unos cuantos años.
Ahí estaba con una sonrisa dibujada
en la cara, a pesar del sufrimiento tatuado a fuego lento en sus adentros. Por
fuera, tan solo las grandes arrugas que adornan su cara, la delatan. Vestía su
uniforme de trabajo, compuesto por una combinación de raso y un vestido de una
pieza, incluyendo un delantal raído y viejo que servía para todo. Pronto descubriría
Atilios las innumerables utilidades de esa prenda. Evitaba manchar el vestido, eso,
sobre todo. También lo utilizaba la abuela para retirar las sartenes del fuego.
Asimismo, servía para transportar los huevos recién puestos del corral a la
fresquera de la cocina, poniéndolos con cuidado en el delantal a modo de bolsa
y apoyados contra su regazo. Incluso alguna vez lo utilizó como pañuelo,
sonándose la nariz con él.
Sus piernas parecían dos palillos,
arqueadas de tantos pasos recorridos y cubiertas de varices, fruto de años y
años de trabajar sin descanso, siempre cubiertas por tupidas medias negras.
La abuela fue la protagonista principal de
unos cuantos partos y algún que otro aborto que la providencia no consideró oportuno
que llegaran a buen término.
Pero vayamos por el principio. Los
recuerdos de Atilios sobre su abuela comienzan un verano, no recuerda muy bien
el año, aunque estaba seguro de que ya no se decía de carrerilla aquella
coletilla de “no sé cuántos años de la victoria”.
Era un día de junio, hacia finales,
de eso estaba seguro, acababan de dar comienzo las vacaciones. Sus padres
decidieron que pasase una temporada en el pueblo con los abuelos.
Atilios era un crío callado,
observador, espigado, enclenque y algo parado. Con pecas en la cara, muchas. Quizás
fuera por eso o porque era el único nieto hasta ese momento, la abuela le
acogió con los brazos abiertos.
No conocía a nadie, por lo que
pasaba gran parte del día encerrado en casa con la abuela. Ella, con ese afán
de que se distrajera y le diera el aire, le enviaba hacer pequeños recados por
el pueblo, lo mismo le pedía que se acercara al corral y le trajera unos
troncos de leña para el fuego que le mandaba a la tienda de ultramarinos de Doña
Marcela, en esta tienda había de todo, lo mismo encontrabas galletas que unas
botas de agua. A esta tienda le enviaba a comprar sal, ajos, cebollas y cosas por
el estilo, de poca monta.
La abuela siempre le soltaba la
misma cantinela:
- Atilios, acércate a la tienda y
dile a la señora Marcela que te dé unas cabezas de ajo y un saquito de sal, y
que lo apunte en la cuenta.
También le enviaba a comprar a la mercería de
la señora Cándida, hilos, agujas, cintas de raso o cordones para las alpargatas
o algún botón para prenderlo en las camisas del abuelo.
Y le decía lo mismo:
- Atilios, acércate a la tienda y
dile a doña Cándida que te de un carrete de hilo de color blanco y que lo
apunte en la cuenta.
Un día, volviendo de comprar precisamente
un carrete de hilo de color blanco, vio cómo la abuela lo metía en un
costurero, desgastado y viejo, que tenía guardado en un cajón de la cómoda en
su dormitorio. El costurero estaba repleto de carretes de hilos del mismo color.
Entonces entendió que la abuela le hacía comprar cosas que no necesitaba
solamente para que se distrajera y para obligarle a salir de casa.
Otras veces le mandaba dar aviso a
Don Ramón, el practicante, cuando el abuelo tenía fiebre. Don Ramón hacía
visitas domiciliarias. Se acercaba a casa a ponerle las inyecciones al abuelo,
pero eso ocurría pocas veces. Le gustaba observar cómo realizaba su trabajo. Era
un señor muy serio; siempre vestía de traje. Le recuerda con unas gafas de
montura marrón y de cristales pequeños y redondos. Casi no le cubrían los ojos.
Nada más llegar, ponía el maletín sobre
el hule de la mesa de la cocina, sacaba un pequeño trípode con una mecha y
colocaba encima un cacito, lo llenaba de alcohol y encendía la mecha. Introducía
las agujas para desinfectarlas, luego insertaba una de ellas en la jeringuilla,
y, llegado a ese momento, le hacían abandonar la estancia. Se imagina que era para
preservar la intimidad del abuelo. Mientras tanto, la abuela preparaba café de puchero,
para ofrecérselo a la visita. El café olía muy bien, pero resultaba amargo. Ahí
es cuando aprendió Atilios una nueva palabra que tardó bastante tiempo en
comprender, sucedáneo era esa palabra. El abuelo siempre repetía que, como era
difícil conseguir café, la achicoria era un socorrido sucedáneo. Siempre
comentaban entre ellos algo acerca de los recuerdos que tenían cuando podían saborear
buen café y el aroma tan rico que desprendían. Nunca faltaba un plato con dos o
tres magdalenas encima de la mesa cuando tomaban el café.
Llegado el momento, la abuela le
decía a don Ramón:
-Coja una magdalena don Ramón, coma
que mañana no sabemos por dónde saldrá.
-El bueno de don Ramón se comía la
magdalena y se guardaba otra el bolsillo de la chaqueta, para luego. La abuela
hacía como que no lo había visto y acto seguido le acompañaba hasta la puerta.
Todas las cantidades que la abuela tenía
apuntadas por doña Marcela, doña Cándida, don Ramón o el resto de tiendas tardaban
poco tiempo en ser borradas a pesar de ser tiempos duros.
Llevaba Atilios tres semanas en el
pueblo, cuando una mañana la abuela iba a preparar la comida, entonces ocurrió
algo que le cambiaría la vida. Resulta que la abuela cocinaba muy bien a pesar
de la escasez. Ese día llamo a Atilios y le pidió que le ayudara en la cocina.
A partir de ese momento, la parte
del día que más le gustaba a Atilios era el mediodía, justo cuando la abuela entraba
a la cocina a preparar la comida.
Atilios se sentaba en una banqueta
de madera, de solo tres patas, como las que utilizaban los vaqueros para
ordeñar las vacas, mientras la abuela lavaba las legumbres, las hortalizas o las
patatas. Siempre le daba algún quehacer, pelar una patata, echar un poco de
sal, probar si estaba sosa alguna cosa, fregar cacharros. También le gustaba
meter los garbanzos o las lentejas en el puchero o encender los mixtos para
hacer fuego y esperar hasta que empezara a hacer chup-chup el puchero.
La abuela le explicaba todo lo que
iba haciendo, aunque Atilios se enteraba de la mitad. Le iba indicando paso a
paso de las cantidades que necesitaba tal o cual guiso. Entretanto le contaba interminables
historias relacionadas con el pueblo y con su gente y de cosas que habían
pasado y que pasaban todavía. Atilios desconocía si esas historias eran ciertas
o inventadas por la abuela, pero le gustaba oír cómo las contaba la abuela.
Una de esas historias, ocurrida en
los primeros días de la guerra, contaba cómo detuvieron a un amigo del abuelo, que
no había cometido ningún delito, por cierto. Le hicieron cantar una de esas
canciones que cantaban las tropas, las mismas que, pasados unos años, ganarían
la contienda, pero el amigo del abuelo no quiso cantarla o no sé la sabía. El
caso es que permaneció detenido en el cuartelillo un tiempo, hasta que se lo
llevaron. La abuela le contó que el abuelo y ella se personaron ante la
autoridad a interceder por el amigo detenido. La autoridad les contestó,
riéndose socarronamente, que, si querían verlo en la calle, alguno de los dos
tenía que ocupar su lugar. El abuelo nunca volvió a ver a su amigo.
Una vez por semana, Atilios
acompañaba a la abuela al horno y se traían varias hogazas de pan, al llegar a
casa, la guardaban solemnemente en unas tinajas, una pieza de madera del tamaño
de la boca de la tina hacía las veces de tapa, y cuando se necesitaba se
introducía la mano en la tina y se sacaba la hogaza. Nunca estaba duro el pan,
algo revenido sí, pero blando. Estas tinajas se guardaban en un cuarto pequeño
al lado de la cocina. También se guardaba en estos cuartos, colgado de unos ganchos
en el techo, parte de la matanza de ese año, chorizos, morcillas, lomos y otras
partes del tocino. También bacalao salado, carne seca, tortas, mantecados,
aceite y cosas embotadas como pimientos rojos, tomates, hasta mermeladas de
albaricoques, melocotones y ciruelas, que aguantaban mucho tiempo antes de
necesitarse para su consumo.
El abuelo no se ocupaba de casi
nada, solo gruñía o permanecía callado mientras encendía el fuego para calentar
la casa.
En casa había dos turnos de comida.
El abuelo siempre comía en el primero de ellos. A las dos en punto, hora sagrada
y de obligado cumplimiento para esos menesteres, si no estaba la comida puesta
a esa hora, el abuelo se enfadaba. Comía solo, en una mesa aparte. El resto
comía en la misma estancia, pero en otra mesa y siempre después de haber
recogido el servicio del abuelo. Al poco de acabar, se levantaba y en lugar de
echarse la siesta, se iba a la cantina, a echar la partida, a tomarse un café,
fumar un cigarrillo de liar o a hablar de cosas sin importancia.
La abuela, cuando se dirigía al
abuelo, siempre le trataba de usted. Atilios no entendía la razón de ser de ese
trato tan solemne siendo ellos marido y mujer, en cambio, él tuteaba a los dos.
La abuela no descansaba nunca. Se
levantaba muy temprano para realizar las tareas. A menudo Atilios había pensado
que ella se levantaba antes de que cantaran los gallos, pero eso nunca lo pudo
comprobar. Daba de comer a las gallinas y los conejos, recogía los huevos, limpiaba
las jaulas, preparaba el desayuno, recogía la casa, ordenaba la ropa, cosía y remendaba
las distintas prendas de vestir mientras que el abuelo seguía durmiendo.
Seguramente tendría otros cometidos, pero Atilios los desconocía.
En casa no se vivía con
estrecheces, pero la abuela siempre trataba de mejorar las cosas ganándose unas
perras extras haciendo cualquier cosa de provecho, cosiendo y zurciendo prendas
de ropa para otros vecinos o vendiendo los huevos que sobraran incluso alguna
vez cocinó bizcochos y alguna tarta por encargo.
La abuela cocinaba muy bien, tanto
los guisos como los asados y los postres. En época de fiestas, en el mes de
septiembre, había costumbre de ir a los hornos de leña del pueblo, a las
tahonas, a elaborar tortas de anís, magdalenas y mantecados. Hacían cantidad de
sobra, lo suficiente para pasar las fiestas y para guardar para el resto del
año.
Una vez por semana, la abuela preparaba
unas natillas deliciosas con sus nubes de clara de huevo, espolvoreadas de
canela y con sus galletas María haciendo de copete.
Un día, a la abuela se le fue la
mano haciendo natillas y observó cómo se las ofrecía a la vecina, a cambio de
unas perras gordas. Dos platos soperos, repletos hasta el borde, se intercambiaron.
La abuela sabia sacar partido a todo cuanto hacía.
“Qué gran mujer era la abuela” -pensaba
Atilios a menudo.
Le contó una vez la abuela, que en
momentos duros de posguerra había hecho estraperlo, es decir comerciaba con
cosas que escaseaban o eran difíciles de conseguir, no era muy legal que se dijera,
pero la necesidad obligaba, era productos básicos como el aceite, el chocolate,
el hilo de coser y otros muchos.
Una vez, contó, que volvía de la
capital en el coche de línea con una serie de productos muy demandados y
escasos; y, antes de llegar al pueblo, para evitar que se los requisara la
autoridad, había acordado previamente con una vecina que la esperase a la
entrada del pueblo, la abuela entonces, arrojó el hatillo con las cosas que traía,
por la ventana del autobús. La vecina recogió el hatillo sin merma alguna y ya
en casa fueron acondicionados para su intercambio.
La casa de los abuelos era humilde,
pero era grande. Tenía varias habitaciones, algo destartaladas y en algunas
paredes se podía apreciar el desgaste y la falta de conservación en algunas
paredes y algún que otro techo, pero era acogedora y agradable. Había un rincón
en una de las estancias, muy alegre y bien iluminado, donde la abuela había
situado una mesa camilla, con grandes faldones que cubrían un pequeño brasero
de carbón. Del techo colgaba un cable basto que sujetaba una bombilla con un
filamento muy gordo. Al encender el interruptor, la bombilla desprendía unos
haces de luz amarillentos, justo en medio de la mesa camilla. Ahí se sentaba la
abuela algunas tardes, con su costurero, repleto de bobinas de hilo blanco, las
que le hacía comprar para mantenerle distraído.
La abuela remendaba las medias de las mujeres.
Era muy común que las medias, al engancharse con cualquier arista, sufrieran
carreras, entonces la abuela, con cuidado, habilidad y buena vista, procedía a
devolverlas a su estado inicial, ayudada por una buena aguja. Y cómo las medias,
por aquel entonces, costaban sus buenas perras, pues muchas mujeres preferían
acudir a la abuela, que además dejaba las medias como nuevas. También zurcía
calcetines ayudado por un huevo de madera y también cogía los bajos a los
pantalones o a las faldas les cogía el dobladillo. Lo dicho, la abuela era muy
emprendedora y sabía sacarle provecho a su tiempo.
Cuando se acabó el verano, Atilios tuvo
que volver con sus padres. Pronto empezaría el nuevo curso y tenía que estar preparado,
además sus padres le echaban de menos. Le daba mucha pena tener que dejar el
pueblo. Se lo había pasado en grande. La abuela le había enseñado muchas cosas,
a hacer encargos, a comprar cosas repetidas, a llenar los pucheros de cosas
ricas, a untar con alcohol el algodón y las gasas de don Ramón y además le
había contado tantas historias y todas tan interesantes que todavía hoy recuerda
la mayoría de ellas.
Al llegar a la capital, Atilios escribía
cartas casi todas las semanas a los abuelos. Les pedía que le guardaran los
sellos que iban pegados en los sobres, pues en aquella época había empezado a
coleccionarlos. Los abuelos lo llamaban estampas, y eso le hacía gracia.
Pasados unos años, Atilios recibió un
paquete que le enviaba la abuela. El paquete contenía unos tebeos, un poco
viejos y arrugados, de hazañas bélicas, el Jabato y el Capitán Trueno, de
Roberto, Alcázar y Pedrín, junto con una nota mal escrita, con garabatos a modo
de letras y con trazos muy grandes, apenas ininteligibles, escritos por la
abuela. Después de muchos intentos, al fin pudo entender lo que decía la nota. Atilios
descubrió aquel día que la abuela casi no sabía escribir. Eso fueron consecuencias
de la maldita guerra que hubo hace algunos años, supuso Atilios.
Resulta que la abuela, como no
podía estarse quieta, adquirió unos cuantos tebeos, viejos también, con unos
ahorros, y había puesto un pequeño negocio de intercambio, es decir, prestaba
los tebeos a la chiquillería del pueblo, a cambio de unos reales y unas perras
gordas. Por lo visto, era un negocio en auge, aunque a pequeña escala. Y estos
ejemplares que le había hecho llegar después de tantos años, estaban ya muy
vistos en el pueblo, y apenas les daba salida y pensó que a Atilios le gustaría
tenerlos.
Siempre pensó que si su abuela
hubiera nacido unos cuantos años más tarde habría tenido una vida muy
diferente, ni mejor ni peor, pero si muy diferente a la que había tenido.
Un día que Atilios estaba en casa
con su madre, sonó repentinamente el teléfono. Llamaban del pueblo, era el
abuelo. La abuela había fallecido.
Atilios lloró amargamente. Su
abuelo también lloró amargamente. Únicamente había estado tan afectado en otra
ocasión. Cuando murió su padre.
Han pasado muchos años y Atilios
sigue recordando cada día a su abuela. Es dueño de un afamado restaurante y
todo el mundo le llama Chef.
Por cierto, la abuela de Atilios se
llamaba Vicenta.