Resultó ser un día raro, desigual, triste, duro. Todo comenzó con una llamada que no debí atender.
- ¿Dígame?
- ¿Sr. Colombo?
¿Luis Colombo?
- ¿Quién
llama?
- De la
oficina de su hermano. Necesitamos verle, es urgente.
- ¿Qué
ocurre, que le ha pasado?
- Le ruego
que venga enseguida, es muy urgente. Le llamamos a usted porque figura como
contacto de emergencia en su móvil.
- ¿En su
móvil, y que hacen hurgando en su móvil?
Y ahí
estaba él, a escasos metros del edificio de oficinas donde acudía los días que
no teletrabajaba, tirado en la acera, quieto, inmóvil, agarrando el teléfono
móvil con una mano, mientras que la otra, dislocada, girada de forma graciosa, daba
la impresión de estar diciendo hola o adiós, según la perspectiva, menuda
paradoja porque yacía muerto, quizá fuera consecuencia de la caída, de ahí esa
postura tan divertida a pesar del momento.
El cuerpo
estaba rodeado de un enorme charco de sangre, por descontado.
Una
ambulancia, dos coches de policía junto con el personal necesario, varios
curiosos y la seguridad del edificio impedían el acceso, estos últimos fumando
y mucho, por cierto.
Se acerca
un policía con una placa o algo parecido en la mano, no le presté demasiada
atención porque la retiró en un visto y no visto.
Sin darle
tiempo, comienzo por pedirle explicaciones a lo que él empieza haciendo un
relato pormenorizado de los hechos:
Que ha
aparecido el cuerpo de mi hermano tirado en la acera. Posiblemente se haya
caído de la azotea. Se lo podría haber ahorrado, era evidente, esto último lo
pensé.
Que están
esperando a que llegue el forense para firmar la autorización para levantar el
cadáver y retirarlo de la vía pública, entre otras cosas porque entorpece el trasiego
de los viandantes y el correcto tránsito del tráfico. Tanta curiosidad provoca
que los vehículos reduzcan la velocidad y por consiguiente van formando atascos
tanto en la calzada como en la acera y unido a la proximidad de la hora punta,
pues que me haga una idea. Esto último también se lo podría haber ahorrado, pensé
nuevamente.
Que el
cuerpo sería trasladado al Anatómico Forense para realizarle la correspondiente
autopsia a lo largo de la mañana en cuanto apareciera el juez de guardia,
aunque parecía claro que se trataba de un suicidio.
Eso parecía
obvio, pensé en voz alta.
Después de
permanecer aproximadamente unas ocho horas en la sala de espera, se acercan dos
señores, uno con una bata blanca, impoluta y el otro también, pero manchada de
sangre, junto con dos agentes de policía, jovencitos y cachas, ambos. Reclaman
mi presencia y me informan con todo lujo de detalles de los resultados de la
autopsia y los alimentos que había ingerido el difunto esa mañana, que, si la
leche del café no era entera que era de avena, que la tortilla de patata tenía
cebolla, que el aceite de la tostada era virgen extra y que el zumo de naranja
no era natural, era néctar de naranjas recién exprimidas. También me indican
que dio negativo en el análisis de drogas y otras sustancias y me preguntaron
si tenía motivos para abandonar este mundo así por las buenas y que, si había
recibido alguna carta o nota, de esas que suelen escribir los que intentan
acabar con sus vidas, o que logran escribir y al no reunir el valor suficiente de
llevarlo a término, intentan recuperar por todos los medios como si fuesen unos
posesos.
En resumen,
no tenían claro que se tratara de un suicidio.
Me quedé
con esto último, ¿Qué no está muy claro? – pregunté.
Nuestra
conclusión es que el difunto, su hermano, se encontraba en la azotea del
edificio hablando por teléfono, con alguien cercano. Suponemos que el difunto,
intentó encender un cigarrillo, colocándose el terminal entre la oreja y el
hombro, mientras desarrolla la acción, y al hurgar en los bolsillos para
localizar el encendedor, hace algún movimiento brusco provocando que el teléfono
móvil se le desprendiera de la oreja y se cayera al vacío, con tan mala fortuna
que, en una reacción absurda, al estirar el brazo para agarrarlo pierde el
equilibrio y se va detrás de él, cayendo igualmente al vacío.
La buena
noticia es que antes de llegar al suelo consigue asir de nuevo el terminal y
seguramente aún tuvo tiempo de cortar la llamada pulsando el botón
correspondiente.
La mala,
es que después de agarrar el móvil, aún le queda tiempo de golpearse la cabeza
unas cuantas veces con la estructura del edificio, al menos desde la planta
catorce hasta la siete, unas diez veces, en alguna planta llegó a golpearse
hasta en dos ocasiones.
Y ahora me
encuentro en el tanatorio, con ojeras, firmando la nota de entrega del cuerpo del
difunto, esperando que llegue su viuda, seguro que era con ella con la que
hablaba por teléfono en la azotea, y el
resto de familia, algunos amigos y compañeros de la oficina, y pensando que
argumento me invento para justificar la muerte del difunto, que si no era un
suicida o que era un descerebrado inconsciente o que la culpa es de la mala
digestión de la leche de avena o de lo inoportuno que fue el cigarrito.
En tanto
se desarrolla el duelo, el difunto, ajeno, estará yaciendo en la sala de al
lado, la sala número cuatro, rodeado de flores que se marchitaran en un abrir y
cerrar de ojos, mientras busco el momento adecuado para decirle a mi cuñada, la
viuda, que al difunto, mi hermano, le presté dinero y que no tengo nada firmado,
que era un adicto, a las juergas y al juego y y que cómo me lo piensa pagar,
ahora que no tiene donde caerse muerta.
👋
ResponderEliminarGraciasssss
Eliminar😏Jeje, ése giro...¡bravo!
ResponderEliminarGraciassss, amiga Elena
ResponderEliminar