lunes, 10 de febrero de 2025

EL PRÉSTAMO


 

Resultó ser un día raro, desigual, triste, duro. Todo comenzó con una llamada que no debí atender.

- ¿Dígame?

- ¿Sr. Colombo? ¿Luis Colombo?

- ¿Quién llama?

- De la oficina de su hermano. Necesitamos verle, es urgente.

- ¿Qué ocurre, que le ha pasado?

- Le ruego que venga enseguida, es muy urgente. Le llamamos a usted porque figura como contacto de emergencia en su móvil.

- ¿En su móvil, y que hacen hurgando en su móvil?

 

Y ahí estaba él, a escasos metros del edificio de oficinas donde acudía los días que no teletrabajaba, tirado en la acera, quieto, inmóvil, agarrando el teléfono móvil con una mano, mientras que la otra, dislocada, girada de forma graciosa, daba la impresión de estar diciendo hola o adiós, según la perspectiva, menuda paradoja porque yacía muerto, quizá fuera consecuencia de la caída, de ahí esa postura tan divertida a pesar del momento.

El cuerpo estaba rodeado de un enorme charco de sangre, por descontado.

Una ambulancia, dos coches de policía junto con el personal necesario, varios curiosos y la seguridad del edificio impedían el acceso, estos últimos fumando y mucho, por cierto.

Se acerca un policía con una placa o algo parecido en la mano, no le presté demasiada atención porque la retiró en un visto y no visto.

Sin darle tiempo, comienzo por pedirle explicaciones a lo que él empieza haciendo un relato pormenorizado de los hechos:

Que ha aparecido el cuerpo de mi hermano tirado en la acera. Posiblemente se haya caído de la azotea. Se lo podría haber ahorrado, era evidente, esto último lo pensé.

Que están esperando a que llegue el forense para firmar la autorización para levantar el cadáver y retirarlo de la vía pública, entre otras cosas porque entorpece el trasiego de los viandantes y el correcto tránsito del tráfico. Tanta curiosidad provoca que los vehículos reduzcan la velocidad y por consiguiente van formando atascos tanto en la calzada como en la acera y unido a la proximidad de la hora punta, pues que me haga una idea. Esto último también se lo podría haber ahorrado, pensé nuevamente.

Que el cuerpo sería trasladado al Anatómico Forense para realizarle la correspondiente autopsia a lo largo de la mañana en cuanto apareciera el juez de guardia, aunque parecía claro que se trataba de un suicidio.

Eso parecía obvio, pensé en voz alta.

 

Después de permanecer aproximadamente unas ocho horas en la sala de espera, se acercan dos señores, uno con una bata blanca, impoluta y el otro también, pero manchada de sangre, junto con dos agentes de policía, jovencitos y cachas, ambos. Reclaman mi presencia y me informan con todo lujo de detalles de los resultados de la autopsia y los alimentos que había ingerido el difunto esa mañana, que, si la leche del café no era entera que era de avena, que la tortilla de patata tenía cebolla, que el aceite de la tostada era virgen extra y que el zumo de naranja no era natural, era néctar de naranjas recién exprimidas. También me indican que dio negativo en el análisis de drogas y otras sustancias y me preguntaron si tenía motivos para abandonar este mundo así por las buenas y que, si había recibido alguna carta o nota, de esas que suelen escribir los que intentan acabar con sus vidas, o que logran escribir y al no reunir el valor suficiente de llevarlo a término, intentan recuperar por todos los medios como si fuesen unos posesos.

En resumen, no tenían claro que se tratara de un suicidio.

Me quedé con esto último, ¿Qué no está muy claro? – pregunté.

Nuestra conclusión es que el difunto, su hermano, se encontraba en la azotea del edificio hablando por teléfono, con alguien cercano. Suponemos que el difunto, intentó encender un cigarrillo, colocándose el terminal entre la oreja y el hombro, mientras desarrolla la acción, y al hurgar en los bolsillos para localizar el encendedor, hace algún movimiento brusco provocando que el teléfono móvil se le desprendiera de la oreja y se cayera al vacío, con tan mala fortuna que, en una reacción absurda, al estirar el brazo para agarrarlo pierde el equilibrio y se va detrás de él, cayendo igualmente al vacío.

La buena noticia es que antes de llegar al suelo consigue asir de nuevo el terminal y seguramente aún tuvo tiempo de cortar la llamada pulsando el botón correspondiente.

La mala, es que después de agarrar el móvil, aún le queda tiempo de golpearse la cabeza unas cuantas veces con la estructura del edificio, al menos desde la planta catorce hasta la siete, unas diez veces, en alguna planta llegó a golpearse hasta en dos ocasiones.

Y ahora me encuentro en el tanatorio, con ojeras, firmando la nota de entrega del cuerpo del difunto, esperando que llegue su viuda, seguro que era con ella con la que hablaba por teléfono en la azotea,  y el resto de familia, algunos amigos y compañeros de la oficina, y pensando que argumento me invento para justificar la muerte del difunto, que si no era un suicida o que era un descerebrado inconsciente o que la culpa es de la mala digestión de la leche de avena o de lo inoportuno que fue el cigarrito.

En tanto se desarrolla el duelo, el difunto, ajeno, estará yaciendo en la sala de al lado, la sala número cuatro, rodeado de flores que se marchitaran en un abrir y cerrar de ojos, mientras busco el momento adecuado para decirle a mi cuñada, la viuda, que al difunto, mi hermano, le presté dinero y que no tengo nada firmado, que era un adicto, a las juergas y al juego y y que cómo me lo piensa pagar, ahora que no tiene donde caerse muerta.

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