Escogió
una del manojo de llaves que llevaba sujetas con una cuerda a la cintura del desgastado
pantalón de pana. Una de esas antiguas de hierro, con una sola muesca en uno de
los extremos, apta para abrir las puertas y portones de cualquiera de las casas
de la comarca. Con cierta dificultad y cuatro vueltas de llave más tarde, consiguió
abrir la puerta. Reinaba el silencio en el zaguán de la casa que empezaba a
estar en penumbra.
Vivía solo
desde hace mucho tiempo, desde que se quedó viudo por culpa de un maldito
tumor. En una vieja casa de enormes sillares, en la parte antigua del pueblo,
cerca del ayuntamiento y a espaldas de la iglesia.
No le dio
la vida opción de tener hijos con el único amor de su vida, hasta ese momento.
Era un buen
mozo, trabajador, introvertido por las circunstancias y discreto. Decían de él
que era amargado y huraño, nada más lejos de la realidad. Instruido y culto, le
gustaba la lectura y la música. Su difunta mujer había sido profesora de piano
y con ella aprendió lenguaje musical y a manejar el teclado.
Trabajaba en el campo. Al volver a casa finalizada la tarea y una vez aseado, le gustaba servirse un vino, en su copa
preferida, de cristal de tallo alto. Seguidamente, ponía un disco de música clásica
o de jazz, sus modalidades preferidas, cogía el libro que estuviera leyendo y
se sentaba en el sillón orejero, dispuesto en el salón, no muy lejos de la
chimenea y a un paso del piano de pared que presidía la estancia, hasta la hora
de la cena.
Devoraba
los libros, sobre todo los clásicos, de literatura inglesa y cuentos de escritores americanos sobre todo.
Le gustaba acompañarse de música siempre que leía, le relajaba y se concentraba
mejor. Era poseedor de una gran colección de discos de música.
Su vida era sencilla, de rutinas. Madrugaba mucho. Cuando las campanas de la iglesia daban las cinco, ya estaba saliendo de casa.
Iba andando hasta una nave que tenía a las afueras del pueblo, donde disponía de un pequeño tractor de segunda mano, y unos cuantos accesorios y herramientas, todo ello necesario para las labores del campo. También guardaba en la nave un pequeño utilitario.
Poseía unas pocas tierras, cuatro o cinco campos y un pequeño huerto.
Apenas se relacionaba
con nadie, entre otras razones, porque tampoco había muchos paisanos y paisanas
a esas horas tan tempranas, y como ya quedo dicho, tampoco salía mucho de casa,
lo justo para comprar en la panadería, el supermercado o en la carnecería. Alguna
vez visitaba la ferretería para solucionar alguna reparación de urgencia o la
tienda de ropa, para comprar diversas prendas o alguna muda.
Solo
cuando eran las fiestas patronales, se le podía ver alguna vez, paseando por
las calles o tomando algún que otro vino en alguna peña, que por insistencia se
veía obligado a aceptar.
La calle
donde tenía la casa, era corta, apenas albergaba seis u ocho casas, la mitad de
ellas estaban vacías gran parte del año, pues sus dueños vivían o trabajaban en
la capital y solo aparecían en verano. En la otra mitad, en una de ellas vivía Atilia.
Atilia se había
pasado gran parte de su vida cuidando de su madre enferma, hasta que el año
pasado murió una fría tarde de sábado. Desde entonces Atilia consiguió un trabajo en un almacén de material de construcción, en un
pueblo cercano. Lleva el control del almacén y las cuentas.
Alguna
vez, pocas, coinciden en el súper comprando alguna cosa, o en el centro de
salud, para pedir alguna receta o tratar algún resfriado incómodo.
Es ella la
que siempre se percata de su presencia y le saluda, él va distraído, ocupado
con los estantes, los precios o la lista de la compra.
Alguna vez
ella le pide ayuda para reparar algo, limpiar algún filtro de la caldera, o pedirle
la caja de herramientas, a veces aun no haciéndole falta. Él siempre se ofrece para ayudarla, sin más
pretensiones.
En Navidad, han tomado juntos un café con algún dulce, por aquello de desearse lo
mejor para el futuro o en algún cumpleaños de ella le ha invitado a pasar para presenciar
como sopla las velas, piensa un deseo y de paso se toma un trozo de bizcocho.
Hoy ha
llegado temprano a casa, escoge una llave del manojo que lleva sujeto a la
cintura, como de costumbre siempre escoge la misma. Reina el silencio en el zaguán de la casa que
empieza a estar en penumbra. Hoy no es un día como los demás, pero no lo sabe.
Llaman a
la puerta. Es ella. En un movimiento repentino se abraza a su cuello. Le da dos
besos, el primero asustadizo, frío, espontáneo, el segundo fue largo, cálido,
eterno, consentido.
***
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